25 de Noviembre de 1960. El drama tuvo lugar un día como hoy hace ya exactamente medio siglo. Tres hermosas, nobles, idealistas y valerosas hermanas: Minerva, Patria y María Teresa, emboscadas, son asesinadas junto al chofer Rufino de la Cruz, quien conocedor del riesgo, que ya era rumor público, resultó también víctima de la vesania del miserable grupo de ejecutores. Se trataba de un crimen premeditado. De una acción fría y metódicamente preparada. Ordenado desde la misma cumbre del poder omnímodo que durante tres largas décadas sometió al país al oprobio de una de las más crueles dictaduras que registra la convulsa historia de nuestras patrias latinoamericanas. No hubo improvisación, ni sorpresa, ni ignorancia ante el macabro plan para acallar las voces de tres mujeres de principios indoblegables que con su firmeza desafiaban la prepotencia del ensoberbecido mayoral. Y bajó la orden y se tendió la trampa y se ejecutó el múltiple crimen que terminaría por ser, sin él imaginarlo, la pesada losa que no mucho después cerraría su tumba y pondría fin a su horrendo régimen de barbarie y degradación.
Con el crimen se estremeció en lo más hondo de sus fibras íntimas el pueblo sometido, obligado a disimular una vez más su rabia y su impotencia. Pero también la conciencia internacional que liberada de ataduras, pudo condenarlo y expresar su desprecio. No tardó mucho el gran asesino en caer victima de las balas de quienes lo ajusticiaron y que por ello sufrieron persecución, las más dolorosas torturas y al final, la muerte a manos de quien convertido en feroz vengador, heredó del progenitor la misma veta de crueldad. Pero la propia sed de sangre heredada, apenas pudo saciarse. Y el pueblo, que tanto había sufrido y luchado y esperado al fin vio rotas sus cadenas y comenzó a respirar la libertad que por tanto tiempo se le había secuestrado.
Hoy, sobre la memoria del gran ejecutor la historia tiende un espeso velo de infamia. En cambio, sobre sus gloriosas víctimas, ha colocado la corona imperecedera del martirologio elevado hacia más sublime expresión. Reconocidas e inmortalizadas por las Naciones Unidas, sus nombres y su sacrificio sirven hoy de símbolo mundial en la hermosa cruzada orientada a erradicar la violencia contra la mujer en todas las latitudes del planeta.
Cierto que todavía estamos a gran distancia de la patria que soñaron, por la que lucharon y dieron sus vidas. Y que nos queda un largo trecho por recorrer para hacer realidad el ideal de nación que encarnó Juan Pablo Duarte. Pero es un camino de una sola vía y una andadura en línea recta que carece de reversa. No hay marcha atrás, no puede haberla. Por mayores que puedan resultar las dificultades y obstáculos a vencer tenemos el compromiso sagrado de no permitir el retroceso. De frenar todo intento de retorno al pasado ominoso. De no permitir que nos falseen la historia. Y de rechazar toda pretensión de justificar con las lacras del presente, las infamias del pasado.
El de hoy es no solo día para exaltar la mujer como tal en la plenitud de sus valores y sus diversas facetas. No es tampoco únicamente para reclamar y luchar por el más amplio disfrute de sus derechos. Para denunciar y combatir todo intento de ultrajarla, toda manifestación de violencia en su contra. Y para exigir castigo ejemplar contra sus agresores.
Es también fecha de patria. De compromiso renovado con los ideales encarnados en Minerva, Patria y María Teresa. De esa mejor nación por la que ellas dieron sus vidas, que es sueño, aspiración, desvelo, meta y esfuerzo. La que se nos muestra luminosa y nos espera al final del camino si no nos desviamos y sabemos en todo momento hacernos dignos de ella.
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